Ayer maté a Gregorio Samsa. Llevaba días anunciando su presencia sin dejarse ver, rascando el tubo de la coladera por la que seguramente entró. Me despertaba para después quedarse callado, vigilante. El juego del gato y el ratón (yo el ratón, por supuesto). Profeso el respeto a todos los seres, pero ayer cruzó la línea, cuando me dijo que debería ser como ella. Comenzó a escalar entonces por la cortina, mostrándome su cuerpo por vez primera. Esperé que saliera por la ventana pero siguió subiendo y prosiguió su camino por el techo, agarrándose con sus patas de púas. Iba a caerme encima. Le aventé un zapato y se precipitó al suelo, echándose a correr de inmediato para esconderse. Seguía ahí, repitiéndome su nombre y resbalando sus patas por las cuatro paredes. Quería echarlo, sacarlo de cualquier manera, cuando apareció de nuevo trepando por la tela, listo para subirse de nuevo al techo. Sacudí la cortina y cuando cayó al piso lo machaqué sin misericordia alguna con el tacón de mi zapato.
Hoy, las costras de sangre me escaldan toda la espalda.
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