lunes, noviembre 29, 2010

Zapatos perdidos

Pesadilla tercera.

Me encuentro sola en casa de mis padres, estoy descalza y me decido a practicar un poco el piano antes de subir a descansar, es ya de noche y sé bien que si voy a la habitación a ponerme zapatos me ganará el cansancio y ya no practicaré. Así que aunque el piso de mármol gris está helado, decido quedarme un rato así. El piano se ve particularmente hermoso con unas lamparitas de media luz con forma de quinqué que hay a los lados, es un piano vertical viejo, color caoba, desgastado ya de horas y horas de repetir los mismos pasajes. En la parte superior, hay un Don Quijote de madera que ha sido testigo de todos mis esfuerzos y que incluso los ha padecido estoicamente, pues en pasajes difíciles y fuertes lo he sacudido tanto que su lanza ha tenido que ser parchada en varias ocasiones, cosa que a mi particular manera de ver, le sienta mejor a su carácter de idealista maltrecho.

Él es mi primer compañero fiel, la segunda es Cindy, una séter irlandés que en cuanto oye el primer sonido corre a pararse en dos patas en el descanso de la ventana. No es que le guste como toco, es que siempre tiene la ilusión de que me apiadaré de su dolor y la dejaré entrar a echarse en la alfombra, superficie que aunque esté yo a un lado haciendo ruidos, es más confortable que la manta de su perrera.

Cuando se hubo congregado toda la concurrencia, comencé a estudiar el preludio y fuga en la menor del Clave bien temperado. Las fugas siempre habían sido mi dolor de cabeza y ésta en especial, me sacaba canas. Total que comencé y al poco rato entré en concentración profunda. Depronto, sentí un fuerte tirón en el dedo de en medio de mi pie derecho. Me sobresaltó bastante, pero claro, tenía los pies descalzos sobre el piso helado. Seguí tocando como si nada. Poco después volví a sentir lo mismo pero en el otro pie... Mientras tanto Cindy rasgaba insistentemente la ventana y le ordené que se fuera a dormir. Me ignoró por completo y siguió rasguñando con más fuerza, me enervó un poco pero no hice caso. Seguí tocando y sentí de nuevo un fuerte tirón, pero esta vez me pareció alcanzar a ver de reojo algo blancuzco que salía de abajo del piano. Del brinco que pegué se me cayó Don Quijote encima. Lo puse a un lado, tomé unas respiraciones y reflexioné que no podía haber nada ahí. Algo nerviosa, me propuse tocar una vez mas el preludio y fuga completo, para después irme a descansar y a lavarme los pies con agua caliente. Sin embargo, un poco ciscada volteaba de vez en vez hacia los pedales del piano. De pronto lo vi con toda claridad: de abajo del piano habían salido un par de dedos huesudos para tratar de pellizcarme de nuevo. Sentí un escalofrío recorrer toda mi espina y salté hacia atrás. Con mucho sigilo me eché al piso para ver qué podía ser eso en realidad. Sentía los latidos de mi corazón por todo el cuerpo, especialmente en la garganta. Me acerqué poco a poco tratando de contener la respiración y puse el cachete en el piso para poder observar. Las piernas me temblaban y entonces comencé a ver claramente. Había un hombre acostado en la rendija que quedaba entre el piso y el piano. Totalmente comprimido. Era Juan Sebastián Bach, con peluca y todo, gritándome que dejara de destrozar su obra.
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Desde entonces preferí estudiar preludios y fugas de Shostakovich.

sábado, noviembre 27, 2010

zapatos perdidos

Pesadilla segunda.


Estoy en una suite de lujo en un hotel de la ciudad de Durango. Daré un concierto con la orquesta de la ciudad, interpretando el 20 de Mozart. Todo es perfecto, la gran cama con sábanas suaves y almohadones gigantes, mi vestido de seda rojo asimétrico listo para la ocasión, los pendientes de perlas. En mi mente no deja de resonar el segundo movimiento interpretado por Artur Rubinstein, que aunque según muchos no respeta el estilo, me encanta. Con una excitación nerviosa y cosquilleante voy entrando en sueño profundo y la oscuridad es completa. Estoy feliz.
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Un ligero castañeteo me despierta de pronto, no sé qué es. Aguzo el oído y compruebo que el sonido existe realmente y que poco a poco se va haciendo más claramente audible, mis ojos no distinguen nada en medio de la total oscuridad. El castañeteo aumenta y se multiplica, sí, se escucha de distintas fuentes. No encuentro el interruptor de la luz, pero choco con la lámpara de la mesita junto a la cama. Torpemente logro prenderla, volteo la cabeza y me quedo helada: el piso del cuarto está lleno de alacranes. Todos son rojos y de distintos tamaños, vienen avanzando hacia mí con las colas levantadas. Por si fuera poco, alcanzo a ver que algunos tienen en su cola un cascabel como el de las víboras, que sacuden gustosos anunciando la fatalidad de su ponzoña. Todavía hay algunos huecos libres en el suelo, podría salir corriendo y dando algunos saltos llegaría a la puerta para escapar. Desde la orilla de la cama me estiro todo lo posible para abrir el armario. Miro mi vestido colgando y me paralizo por completo: no hay zapatos.
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Los olvidé.
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Mientras tanto han llegado más alacranes y yo no me atrevo a tocar el piso con los pies desnudos.
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No quedan más huecos.
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Se me eriza la nuca y transpiro profusamente en frío.
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Siento su peso liviano sobre mi sábana.
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Días después me llamaron de Durango, se canceló el concierto.
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zapatos perdidos

Pesadilla primera.


El día que realmente perdí los zapatos debí sospechar que sería un muy mal augurio.
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Esa fue la primera señal.
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Las premoniciones de los zapatos comenzaron tiempo atrás, cuando era pseudoreclusa en la preparatoria más hostil de mi pueblo. Eso me gané por vivir una adolescencia común en la que la norma es retar y contestar a los mayores. El edificio era siniestro, una construcción hecha a la carrera con tabiques rojos y pisos chuecos, oscura y fría. La única barda que soñábamos poder brincar algún día para escapar, medía por lo menos 4 metros. El dueño de la escuela ofrecía todo, un alto nivel académico, disciplina y rigor, librar a los padres de sus "problemas" el mayor tiempo posible con amplios horarios, asesorías por la tarde, noche, sábados y días festivos. Ofrecía también un ambiente moralmente sano, promesa que él mismo vigilaba todos los viernes a las 7 am, cuando podíamos ir vestidos libremente, regresando a su casa a las muchachas que usaban pantalones que les resaltaran un poco de más las nalgas. Todo esto a cambio de una suficiente suma de dinero que sería indispensable para poder aprobar las materias debidamente. Porque era así, había un número considerable de alumnos con la cabeza bastante hueca, a los que iba pasando siempre con las notas mínimas; pasaban, nunca los echaba, pues cumplían la función primordial de enriquecer a los dueños. Había otro sector de alumnos brillantes, que sacaban premios en concursos estatales y nacionales, a ellos los separaban en grupos de preparación especial pues daban prestigio al recinto. En medio, estábamos todos nosotros, los demás.
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Me resulta difícil explicar lo presionada y tensa que me sentía al estar ahí, pero recuerdo que justamente lo manifesté por los zapatos.
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Teníamos examen de álgebra. Debía prepararme para 5 horas de cuentas y cálculos en el lugar más hostil del recinto que llamábamos "la congeladora". Era justamente eso, una especie de corredor enorme, oscuro y techado, donde usualmente se pasaban los recesos y donde nos acomodaban para los exámenes en escritorios suficientemente lejanos unos de otros, se nos revisaba la ropa en busca de acordeones y no podíamos pasar más que con un lápiz y calculadora, si era el caso. Nos vigilaban todos los maestros, junto con "el guardabosques", un personaje como de cuento tétrico, feo, desagradable y cojo, que tenía el poder de arrancarnos el examen al menor intento de comunicación con alguien más.
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La noche anterior al examen soñé que preparaba meticulosamente todo lo que necesitaba, había estudiado, no tenía dudas. Llegaba a "la congeladora" y recibía el examen. Sentía entonces un escalofrío en los pies y me daba cuenta de que había olvidado los zapatos. El frío horroroso de las 7 am comenzaba a entrarme por los pies, yo trataba de guardarlos bajo la falda larga del uniforme, cruzando las piernas para no helarme, pero era inútil, comenzaba a temblar. Las manos me sudaban en frío y no podía agarrar el lápiz, ni siquiera podía leer los problemas. Llegaba el guardabosques y me preguntaba qué tenía bajo la falda, le decía que mis pies. No me creía, quería que se los enseñara. Yo no quería enseñárselos por pudor, porque no llevaba zapatos, me avergonzaba eso. El hombre encolerizado comenzó a gritar que estaba mintiendo y con un manotazo violento me arrancó el examen, haciéndolo añicos con su zarpa gigantesca.
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Yo me quedé petrificada.
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Quería llorar, pero mis ojos estaban congelados.
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Quería irme, pero no tenía zapatos.
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Al día siguiente reprobé el examen.
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