sábado, noviembre 27, 2010

zapatos perdidos

Pesadilla primera.


El día que realmente perdí los zapatos debí sospechar que sería un muy mal augurio.
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Esa fue la primera señal.
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Las premoniciones de los zapatos comenzaron tiempo atrás, cuando era pseudoreclusa en la preparatoria más hostil de mi pueblo. Eso me gané por vivir una adolescencia común en la que la norma es retar y contestar a los mayores. El edificio era siniestro, una construcción hecha a la carrera con tabiques rojos y pisos chuecos, oscura y fría. La única barda que soñábamos poder brincar algún día para escapar, medía por lo menos 4 metros. El dueño de la escuela ofrecía todo, un alto nivel académico, disciplina y rigor, librar a los padres de sus "problemas" el mayor tiempo posible con amplios horarios, asesorías por la tarde, noche, sábados y días festivos. Ofrecía también un ambiente moralmente sano, promesa que él mismo vigilaba todos los viernes a las 7 am, cuando podíamos ir vestidos libremente, regresando a su casa a las muchachas que usaban pantalones que les resaltaran un poco de más las nalgas. Todo esto a cambio de una suficiente suma de dinero que sería indispensable para poder aprobar las materias debidamente. Porque era así, había un número considerable de alumnos con la cabeza bastante hueca, a los que iba pasando siempre con las notas mínimas; pasaban, nunca los echaba, pues cumplían la función primordial de enriquecer a los dueños. Había otro sector de alumnos brillantes, que sacaban premios en concursos estatales y nacionales, a ellos los separaban en grupos de preparación especial pues daban prestigio al recinto. En medio, estábamos todos nosotros, los demás.
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Me resulta difícil explicar lo presionada y tensa que me sentía al estar ahí, pero recuerdo que justamente lo manifesté por los zapatos.
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Teníamos examen de álgebra. Debía prepararme para 5 horas de cuentas y cálculos en el lugar más hostil del recinto que llamábamos "la congeladora". Era justamente eso, una especie de corredor enorme, oscuro y techado, donde usualmente se pasaban los recesos y donde nos acomodaban para los exámenes en escritorios suficientemente lejanos unos de otros, se nos revisaba la ropa en busca de acordeones y no podíamos pasar más que con un lápiz y calculadora, si era el caso. Nos vigilaban todos los maestros, junto con "el guardabosques", un personaje como de cuento tétrico, feo, desagradable y cojo, que tenía el poder de arrancarnos el examen al menor intento de comunicación con alguien más.
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La noche anterior al examen soñé que preparaba meticulosamente todo lo que necesitaba, había estudiado, no tenía dudas. Llegaba a "la congeladora" y recibía el examen. Sentía entonces un escalofrío en los pies y me daba cuenta de que había olvidado los zapatos. El frío horroroso de las 7 am comenzaba a entrarme por los pies, yo trataba de guardarlos bajo la falda larga del uniforme, cruzando las piernas para no helarme, pero era inútil, comenzaba a temblar. Las manos me sudaban en frío y no podía agarrar el lápiz, ni siquiera podía leer los problemas. Llegaba el guardabosques y me preguntaba qué tenía bajo la falda, le decía que mis pies. No me creía, quería que se los enseñara. Yo no quería enseñárselos por pudor, porque no llevaba zapatos, me avergonzaba eso. El hombre encolerizado comenzó a gritar que estaba mintiendo y con un manotazo violento me arrancó el examen, haciéndolo añicos con su zarpa gigantesca.
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Yo me quedé petrificada.
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Quería llorar, pero mis ojos estaban congelados.
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Quería irme, pero no tenía zapatos.
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Al día siguiente reprobé el examen.
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