miércoles, mayo 29, 2013

Joie de vivre


Saber que soy
al sentir que me rozas 
con la frescura propia
del eterno comienzo,
en el gris del presente
difuso, inconstante.

Efímera y ligera
como este tránsito
que pese a todo brilla
al saber que estoy,
que sigo aquí.

Agua infinita

sueño del ámbar


aún

respiro



miércoles, mayo 01, 2013

Vejez

Teresa solía hablarme mucho de Clarita, entre otras personas de edad bastante avanzada. De todas las historias disímiles que terminaron por desembocar en un mismo punto, ninguna me impresionó tanto como la de esta mujer, Clarita. Quizás fue porque cuando oyes hablar tanto de alguien tan peculiar, pareciera que la imaginación distorsiona el contenido, terminando por no saber qué es real y qué no. Pero conocí a Clarita en persona y eso ancló todas esas historias que había escuchado en un hecho tangible: Clarita existía.

El problema de la soledad en la vejez es un hecho que por más que se quiera y trate, no se puede prever. Teresa misma, viuda de 86 años, tenía 5 hijos y 10 nietos. Vivía sola en un edificio enorme y, aunque los 2 hijos que vivían cerca de ella trataban de visitarla una vez cada 2 o 3 semanas y los que vivían lejos la llamaban frecuentemente, la realidad de su soledad diaria era incuestionable. Por eso llegué yo a vivir con ella, y por eso me enteré de tantas historias. Decían que Clarita estaba cerca ya de los 100 años, le calculaban 96 o 97 y tenía fama de haber sido una mujer extraordinariamente hermosa, tenía tantos pretendientes que, como decidir implica también renunciar, optó por no decidirse por ninguno. Pasó el tiempo y terminó viviendo con su madre y su hermana, hasta que ellas murieron. Entonces se quedó completamente sola.

El caso de Paquita fue distinto, ella se había casado con el sastre del rumbo y tuvo dos hijos. El primero murió en un accidente siendo muy joven, después ella enviudó y su segundo hijo murió de cáncer estando casi recién casado. También se quedó sola, sin hermanos, ni sobrinos, ni nietos. Vivía al cuidado de las vecinas que trataban de estar al pendiente de ella.

Inmaculada había conocido el amor. Tuvo un pretendiente que luchó por ella años. En un principio pobre y de extracción social baja, hizo todo lo posible por ser digno a los ojos de la familia de Inma, quienes no lo aprobaban y pese a que hizo fortuna, no lo aprobaron. Inma también se quedó sola.

El problema de la vejez y la soledad suele acompañarse también de escasez de recursos económicos. Clarita podía pasar días sin comer si nadie se acomedía a llevarle cualquier cosa, además de que muchas veces la pobre no podía siquiera recordar si había comido o no. No tenía idea de la noción del tiempo ni del paso de los días, solo distinguía el día de la noche, porque para su asombro, su madre y su hermana comenzaron a visitarla por las noches, oía claramente cómo abrían la puerta y entraban, platicaban y reían, para desaparecer después al día siguiente. No entendía porqué tardaban tanto, porqué no regresaban antes, no sabía a dónde habían ido y le preocupaba que algo les hubiera pasado. 

Clarita vivía en un tercer piso y era muy recelosa para recibir gente. Tenía miedo de que le robaran joyas y alhajas que conservaba desde su juventud y que además, usaba todos los días. Clarita podría haber perdido el juicio pero no el glammour. Un domingo, Teresa me pidió que la acompañara a verla, le llevaba unas bolsas con despensa y quería que le ayudara. Yo acepté encantada, quería conocer a esta mujer.
–¿Eres tu, Teresa? –nos preguntó al oír el timbre.
–Soy yo, y vengo con Ichi –respondió Teresa.

Clarita abrió la puerta con recelo, sin duda no recordaba quién era Ichi. Me examinó, vio que iba cargando las bolsas y luego de un momento, nos dejó entrar. La entrada al apartamento era oscura y caminamos por un pasillo hasta una pequeña sala de estar, Clarita iba por delante, caminando con pasitos arrastrados y una joroba que casi no me permitía verle la cabeza. Al llegar al salón, jaló un cortinal para dejar pasar la luz y entonces se volteó. Me quedé estupefacta. Clarita tenía un rostro envidiablemente hermoso. Conservaba el tono oscuro de sus ojos andaluces e inclusive cierta vivacidad. Pero había algo más y no lograba discernir qué era. Su escasa cabellera completamente blanca estaba recogida en una especie de chongo mal hecho que le daba cierto aire elegante. En general sus ademanes y gestos eran los de una muchacha de buenos modales, con todo y joroba su postura al sentarse denotaba personalidad, presencia. Tenía puesto un vestido negro y en cada dedo anular llevaba sendos anillos de relucientes piedras, que no quise ver con más atención por no levantar sospechas. Llevaba también un crucifijo de filigrana en oro, precioso.  Todos esos elementos conformaban la imagen de Clarita y yo sentía que había algo que todavía no había podido descifrar. Mientras hablaba con Teresa sobre quién era yo y qué hacía ahí, yo miraba sus gestos. Entonces volteó a verme con lo que parecía ser una suerte de sonrisa enmarcada en unos labios inmóviles. Mi sorpresa fue tremenda, Clarita no tenía una sola arruga. Sin exagerar, ni patas de gallo, ni en las comisuras de labios, nada. 

¿Sería Clarita la versión femenina de Dorian Gray?
No. Solo le habían enseñado a sonreír por dentro y seguía practicando.
Conserva de belleza que ya nadie mira, curtida en soledad.