martes, octubre 11, 2011

Recuerdos de Sarasate

La primera vez que fui al palacio de Bellas Artes escuché un concierto para violín de Pablo Sarasate. Tendría unos 15 años. Estaba pasando las vacaciones en casa de mis abuelos y como estaba empezando a estudiar música en serio, mi abuelo me llevó a comprar dos boletos al teatro, uno para mí y otro para mi abuela. Como el concierto era en domingo a las 12 pm el prefería quedarse a ver el fútbol, antes que asistir a cualquier otro evento cultural. Recuerdo la emoción al ir a comprar el boleto, mi abuelo quería comprar los mejores lugares, y con la ignorancia de un buen corazón, compró dos boletos en primera fila.

Mi abuela perteneció a esa generación elegante, en que se hacían peinados de salón con esa especie de cohete que les calentaba la cabeza, vestía ropa fina y nunca salía sin pintarse "el morro", como ella decía. Yo quería ir como cualquier adolescente que ama sus zapatos viejos y los jeans rotos, pero íbamos a Bellas Artes, y como su nieta, no podía ir como cualquier joven fodongo y apestoso. Así que nos emperifollamos y salimos el domingo temprano a escuchar el concierto.

Los mejores boletos que consiguió mi abuelo resultaron no ser tan buenos, sentadas hasta adelante no alcanzábamos a ver el escenario, pues éste se encuentra un metro por arriba de las primeras butacas, tampoco se escuchaba tan bien, pues el sonido necesita un poco de distancia para mezclar todos los instrumentos y proyectar el color completo de la orquestación de una obra, pero no nos importó lo más mínimo, porque podíamos ver perfectamente al violinista, el cual cautivó a mi abuela. Seguramente tocó bastante bien, pero saliendo del concierto y de camino a la churrería "El Moro", mi abuela no hizo más que comentar lo "guapo y bien parecido" que estaba. A mí me daba mucha risa.

El día de hoy, mi papá me contó que alguna vez Sarasate vino a México y caminando por la calle, se topó con un vendedor de violines artesanales de juguete, de esos que hacen con madera de pino y que tienen astillas por todas partes, con dibujitos y colores de todo tipo y que obviamente no están pensados para tocar. Pues resulta que Sarasate agarró uno, trató de afinarlo como pudo y comenzó a tocar. Poco a poco le fue sacando sonidos al violincito y al poco rato comenzó a juntarse gente a su alrededor, que terminó ovacionándolo. Como fue una experiencia muy bonita, quiso conservar el violín y le preguntó al vendedor cuánto pedía por él. El vendedor con los ojos abiertos como platos le dijo que cualquiera de los otros violines que traía costaba un peso, pero el que él acababa de tocar, (pensando que era una especie de violín mágico o algo así), no estaba a la venta.

Mi padre reía de buena gana al acordarse de ésta anécdota, que a su vez le platicó mi abuela, quien también reía ante la inocencia del buen vendedor.

Agradables charlas de familia y del folklore de este surrealista país.

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