sábado, abril 09, 2011

Niñas de ayer

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Había que levantarse a las 4 am. A las 5 en punto estaríamos saliendo a carretera. Un viaje largo, caluroso y difícil. El motor del vocho a mis espaldas, se convertiría después de un rato en una especie de mantra que transportaría mi mente a esa otra infancia, en la que mi madre vivió sin su madre, como una niña salvaje que chapoteaba descalza en los ríos, mientras comía mangos verdes y cañas de azúcar. Más que un viaje a otra ciudad, para mí era un viaje en el tiempo.
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A mi tía no le gustaban los recuerdos, pero mi madre se extasiaba contando anécdotas y detalles de su vida en el rancho, estando al cuidado de los nonos. Para mí era incomprensible cómo un pato podía seguir caminando luego de que le habían cortado la cabeza y trataba de imaginar el sabor de la leche recién ordeñada, que hasta sabía a pelos... imaginaba cómo sería un vestido hecho con el costal del alimento para los animales y me preguntaba cómo sería el próximo encuentro con aquellos seres fantasmales que habían vivido junto con mi madre esos tiempos.
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Quería conocer los ojos verdes de Meche y el dedo mutilado del tío Fermín, con el que daba unos pellizcos que no se olvidaban nunca. Quería escuchar la risa de la tía Mace y comer tamales de Ofelia, aunque ella daba un poco de miedo.
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Sentía también aprensión al recordar que habría que rezar el rosario con mi bisabuela, de rodillas en ese piso por el que no dejaban de circular cucarachas de todos tamaños y que muchas de ellas tronarían bajo el zapato implacable de mi tía. Tendríamos que prender el calentador con leña y escuchar correr a los gatos sobre el techo de lámina en las noches, cosecharíamos estropajos y andaríamos libres por las calles.
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Por una semana tendríamos calor, llovería en viernes santo, comeríamos picaditas, visitaríamos infinidad de primos, tíos y sobrinos y como golpe de suerte iríamos un par de días al mar.
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Pero sobretodo, esos días estaría vetada la tristeza.
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Las dos niñas estaríamos felices.
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