martes, junio 26, 2012

Mosaicos musicales


El telón de fondo, el hechizante aroma del azahar. 
Los palcos, las bancas a la sombra de los jardines. 
El público, los andantes.
 El escenario, la calle. 
Los protagonistas, artistas del sonido que trasladan a la Avenida de la Constitución 
momentos e impresiones de recuerdos distantes.

Mucho se nos ha contado ya sobre el fascinante encanto que ejerce el perfume de los azahares en los paseantes que en primavera, animan sus pasos a recorrer la ciudad de Sevilla. Lo cierto es que cualquier aproximación descriptiva se queda corta ante el espectáculo sensorial que nos ofrece la ciudad en esta época del año. El sol todavía tibio arropa la piel con delicadeza, apenas coloreando las mejillas. El cielo azulmente límpido contrasta el verdor de las hojas nuevas, que comienzan a cubrir los árboles. Manojos de flores de colores relucen por doquier. Uno podría quedarse todo el día en la calle con el único fin de respirar, de olfatear todos los jardines, de llenarse los ojos de colores y la piel de sol. La ciudad seduce. La ciudad te obliga a contemplarla, a recorrer todos sus monumentos y a maravillarte de nuevo, como si la vieras por primera vez. Y es que en realidad es así. Sevilla parece ponerse cada día un vestido nuevo para presumirte sus encantos, para revelarte sus temperamentos. No existen antídotos. Simplemente uno no puede quedarse en casa.

Presa del irremediable embrujo, mis pies se resisten a tomar el autobús. Inclusive se niegan a montar en bicicleta. Todo mi cuerpo tiene avidez de percibir, de hartarse los sentidos. Mis pisadas autónomas no escatiman las vueltas innecesarias que hay que dar para llegar a cualquier parte, con tal de pasar de nuevo por el jardín de María Luisa, la puerta del Alcázar y rodear una vez más la Catedral, con la mirada puesta en la Giralda, como si fuera la punta del compás. Llegando este momento mis pisadas se detienen, necesitan sentarse en cualquier parte a asimilar, a digerir. Mis ojos detectan un escalón cubierto en parte por la sombra de un árbol que parece invitarme a descansar, a dejarme llevar por el momento. Cierro los ojos mientras la ligera brisa refresca el tacto de mi piel, al tiempo que la voz antigua y aireada de un acordeón cercano susurra La vie en rose. En silencio, escucho con atención la melodía. El acordeonista toca con libertad y con una desapegada simpleza que le va bien al carácter de la pieza. Lo miro abrazado a su instrumento, como si fuera una extensión de él mismo, balanceándose de un lado a otro al ritmo del abrir y cerrar del fuelle, que resuena enriquecido con el aire impregnado del olor de los azahares. Algún paseante deposita una moneda en el pocillo que el acordeonista tiene enfrente. Él agradece con un gesto de cabeza, termina la pieza y se detiene un momento a descansar.

Después de unos minutos comienza los primeros acordes de Les feuilles mortes que provocan que mis pasos dejen el sombreado escalón y se dirijan a la misma banca que ocupa el acordeonista. Al tiempo que escucho la conocida melodía miro el pocillo con pocas monedas y los zapatos viejos del acordeonista. Observo sus manos arrugadas que se mueven con suavidad por la botonadura y el teclado del viejo acordeón que le da sustento. El sonido me traspasa. La mirada cansina del acordeonista aunada a la cadencia final de la canción, dejan resonando en el ambiente unos ecos de nostalgias. Mientras descansa, le pregunto cuánto tiempo lleva tocando en la calle. Con un gesto me indica que no entiende la pregunta. Vuelvo a formularla con mayor claridad y responde:
–Lo siento, no español… dos años.
–¿De dónde viene usted?
–Rumania.
–¿Cómo aprendió a tocar?
–Papá.

...

Artistas sin fronteras> Una de las bondades de la música como lenguaje universal, es que no necesita traductores y en este mundo tan cambiante, en el que parece que todos queremos ir a otra parte, en el que tanta gente cruza fronteras en todas direcciones con la esperanza de encontrar un porvenir, el arte del sonido se vuelve un denominador común mediante el cual podemos entendernos, sin necesidad de las palabras que en un idioma diferente o con un acento distinto, pueden sonar sumamente extrañas y hasta violentas. Todos llevamos la música por dentro, a todos nos han cantado alguna canción de cuna y al menos, hemos hecho alguna vez el intento de cantar. Hay personas que hacen música con una maestría que parece sobrehumana y hay otros músicos que apenas saben lo indispensable, que aprendieron por tradición familiar sin siquiera saber leer una partitura, que tienen alguna guitarrita vieja o una armónica y que para ganar algo de dinero, se arman de valor y salen a la calle a tocar. Porque es así, hay que ser un valiente para tocar ante cualquier público. La música es un arte muy íntimo y muchas veces, aunque uno quiera permanecer distante, al interpretarla produce la sensación de estar abierto, de volverse transparente, vulnerable e indefenso. Tocar en una sala de conciertos puede ser aterrador, pero tocar en la calle puede que lo sea aún más.

Deseándole suerte, dejo al acordeonista y con unos pasos un poco más lentos y meditabundos sigo andando por la Avenida de la Constitución. Poco a poco, los remanentes de las armonías francesas comienzan a mezclarse con el rítmico colorido de una zamba un tanto “jazzeada”. Afortunadamente, encuentro lugar en una jardinera cercana y me detengo a escuchar y a deleitarme con las improvisaciones vocales que hace el guitarrista sobre las armonías cariocas. No soy la única, a mi lado hay un par de señoras que inconscientemente siguen el ritmo con la punta del pie y que no hablan entre sí, escuchan con los ojos entrecerrados. El guitarrista modula la voz con buen gusto e imaginación, creando una gama sonora interesante y atrevida. Es de Canarias y se dedica por completo a la música; para conseguir un ingreso extra, toca de vez en cuando por aquí:

“Es cuestión de suerte, algunas veces me va muy bien y otras no tanto. En esta parte de la Avenida, y como yo tengo un amplificador pequeño, no tengo problemas. Tampoco me quedo mucho tiempo. El problema es en Sierpes y Tetuán, porque a veces los comerciantes se quejan”.

En general, la legislación sobre la música en la calle es un poco indefinida. Solo en algunos lugares como París, esta actividad está perfectamente reglamentada. En esta ciudad, para que los músicos puedan ejercer en la vía pública de manera legal, deben obtener un permiso en el que se especifica el lugar y las horas en que pueden presentarse. En Madrid, se ha levantado recientemente la polémica, ya que la Concejalía de Medio Ambiente ha promulgado una nueva Ordenanza del ruido, en la que se considera a la música como un aspecto que altera el derecho al descanso de los ciudadanos. Anteriormente estaba prohibido el uso de amplificadores y tambores que alcanzaran demasiados decibeles, pero esta nueva ordenanza dice que no podrá sonar ningún instrumento en la calle, a menos que cuente con un permiso expreso. Faltar a esta norma podría acarrear una multa de 750 euros e incluso, la confiscación del instrumento.

En Sevilla, la música en la calle es objeto de la Gerencia de Urbanismo, que regula la ocupación de los espacios públicos en el conjunto histórico. La música se considera como una de las actividades culturales, recreativas y sociales que utilizan el espacio público de manera excepcional; sin embargo, en un apartado de la Ordenanza se menciona que las actividades de corta duración, que no precisen de instalaciones y que no tengan una incidencia relevante sobre el espacio, quedan excluidas de regulación por parte de la misma. De ahí que prácticamente cualquier conjunto pueda ponerse a tocar sin problema, siempre y cuando se respete el entorno y no se obstruya el espacio.

...

El silencio también cuenta> Recorrer el costado de la catedral con el corazón rebosante de sonido, hace que esos cuantos metros parezcan infinitos. Mi memoria canturrea internamente pedazos de melodías lejanas que por momentos me generan una sensación de atemporalidad. Mis ojos se quedan pendientes de esos frisos grisáceos que de verdad parecen tocar el cielo y mis manos me impelen a sentir el tacto de las enormes puertas de madera tras las cuales se refugia el silencio, la pausa. Entro por un momento en la capilla abierta y simplemente me dedico a estar ahí, a dejar todo. El contraste que se genera a través de un simple muro es espectacular; afuera los colores, los cantos, la bulla y dentro la sobriedad, la esencia. Casi se puede percibir el momento exacto en el que el aire fresco hace contacto con la piel, ya un poco acalorada, y el discreto diminuendo y rallentando del pulso y la respiración, que se van acompasando de manera armónica con el recinto.

Pienso en la antigüedad de las piedras que envuelven este espacio y en todas esas manos que las fueron poniendo una sobre otra; trato de imaginar a todas las personas que en algún otro momento, han ocupado el mismo sitio que mi cuerpo ocupa ahora. Los oídos me remontan al tiempo del canto gregoriano y me pasean a través de la polifonía hasta ubicarme en el momento presente, en el que disfrutan de un momento muy cercano al silencio, a la música del origen, el sonido de la catedral.
Después de un rato, y con los ánimos renovados emprendo nuevamente la marcha y al salir, me encuentro con un grupo de ecuatorianos que tocan música sudamericana. Armados con quenas, flautas de pan, raspadores y tambores tocan a todo volumen ayudados por micrófonos, amplificadores y pistas. Una chica ofrece discos grabados por ellos mismos a diez euros. Llevan ya nueve años tocando en las calles de Sevilla y me comenta que normalmente les va bien. Han tocado este tipo de música por generaciones y solamente a veces tienen problemas con la policía, que les pide que se vayan porque interrumpen el paso peatonal. Le pregunto si necesitan sacar alguna licencia para poder ponerse a tocar ahí y me dice que han tratado de solicitarla en varias ocasiones, pero que simplemente no los atienden ni les dicen qué hacer. Le pregunto también si no han tenido algún problema con el volumen, evidentemente alto de los amplificadores, y me dice que no, que solamente los aquejan por impedir el libre paso de la gente. Entonces, llega una mujer y la interrumpe:
–Oye, tú eres india, ¿verdad?
–Bueno… indígena…
–Da lo mismo, es que antes aquí había un indio que sabía quitar los dolores de espalda, ¿tú no sabes hacer eso?

Incultura, racismo e ignorancia. Complejo de superioridad. Dejar una moneda como quien deja una limosna con desdén, por lástima, por creerse exageradamente generoso y bueno. Miro los ojos profundamente oscuros de la ecuatoriana, rodeados por los rastros de una vida dura, de distancias, de privaciones. Los contrasto con los ojos secos, arrugados y cargados de maquillaje de una señora “X” que no me dicen nada. Entonces siento una sincera compasión por esta señora, por su vacío, por su estrechez. Es difícil tocar música, da pavor enfrentarse a un público. En la calle además, hay que luchar también con los prejuicios y los demonios ajenos.

Pensativa, continúo mis pasos. A mi lado, el aire perfumado de azahar transita conmigo la avenida que ya se muestra maquillada con algunas sombras, todavía discretas y estilizadas. Las fachadas de los edificios parecen más rosáceas que amarillas y todo se va envolviendo poco a poco en la parsimonia de la media tarde. La Giralda a mis espaldas parece alargarse como una lanza hasta las nubes y la parte decorada del edificio del Ayuntamiento me evoca la alegría de una fiesta celebrada con pastel, en el que se me antoja hundir los dedos, para atravesar sus elegantes olanes de betún.

Decido continuar por los recovecos de la calle Sierpes y el sonido espeso de una vieja melódica me canta … mis sardinicas, muy ricas son, son de Santurce, las traigo yo… sigo andando y un poco más adelante, una guitarra flamenca acompaña una voz rasgada … verdes como el trigo verde… y el verde, verde limón… sigo un poco más y un dueto de violonchelo y violín toca un arreglo del primer movimiento de la Pequeña Serenata Nocturna de Mozart y en el último serpenteo de la calle, un insólito trío de corno y dos violines intenta una singular versión de Love me do.

...

El mundo resumido en un par de calles> Países, personalidades, estilos, instrumentos, historias, épocas. Un collage sonoro al alcance de los pasos que discurren una avenida por placer, o porque simplemente, hay que pasar. Una oportunidad de viajar a lugares remotos y a memorias distantes llevados de la mano por el órgano auditivo, que nos conecta de inmediato con el otro y con lo más profundo de nosotros mismos. Ritmos que nos agradece el cuerpo y nostalgias que se activan con el interruptor sonoro del recuerdo. Ecos de terruños, viajes en el tiempo. Supervivencia, necesidad, lucha. Paisaje, arte, personas. La vida en un trayecto.

Después de un largo rodeo, llego prácticamente al punto de partida: una cafetería en la Plaza del Duque que se encuentra realmente cerca de mi domicilio. De no haber tenido la imperiosa necesidad de recorrer Sevilla, habría llegado cuando mucho en quince minutos. Pero yo no conozco mayor satisfacción que la que deja el tiempo bien aprovechado y hoy ha sido uno de esos días. Solo falta el remate de oro: unos buenos churros con chocolate, acompañados por la charla de una buena compañía.


No hay comentarios.: